El 16 de septiembre como fiesta política

La fiesta novohispana

En México, el momento fundacional del régimen colonial fue la caída de Tenochtitlán, el 13 de agosto de 1521. Como la fecha coincide, en el santoral católico, con el día de San Hipólito, el mártir romano pasó a ser venerado en la capital. Y todos los años, el 13 de agosto se convirtió en día de fiesta colectiva.

El mismo Hernán Cortés ordenó construir una ermita dedicada a San Hipólito en la calzada de Tlacopan, donde se dieron algunos de los más duros combates. Ese lugar se convirtió en uno de los nodos más importantes de la festividad. Con el paso de los años, el Cabildo de la Ciudad de México formalizó los actos de celebración, en los que tomarían parte el virrey mismo, los miembros de la Real Audiencia y varias órdenes religiosas.

La pretensión era recrear justo el momento de la victoria española y el inicio de la configuración social novohispana. Era un suceso con funciones políticas, organizado por y para el poder. Su diseño coincidió con la época barroca y, tomando elementos de la península ibérica que se combinaron con elementos autóctonos, se fue condensando el rito cívico.

El componente central era un desfile en el centro de la ciudad en el que se paseaba un pendón, en lo que se conocía como “El Paseo del Pendón Real”, desde el ayuntamiento hasta la iglesia de san Hipólito, donde se realizaba una misa solemne y, a través del sermón, se hacía memoria de la conquista. Una vez terminado el acto religioso, la procesión regresaba al palacio del Virrey, donde el pendón era tremolado tres veces y se aclamaba al rey de España.

Desfilaban los gremios y las cofradías, con sus vestuarios propios y también con carros alegóricos. Se trataba de todo un escenario, una representación teatral a nivel urbano. No faltaban tampoco los fuegos artificiales, la música y la bebida. Había corridas de toros, juegos de cañas y una auténtica verbena multitudinaria. Y hay que decir que durante toda la época barroca hubo tensión por ese carácter dual de la fiesta, ya que, aunque fuese religiosa, la festividad daba pie a "relajamientos" y "excesos", que las autoridades eclesiásticas y civiles trataban, muchas veces en vano, de controlar.

La fiesta, por un lado, era un evento del poder, en el que la autoridad se mostraba e imponía. Pero además era una oportunidad de trasgresión. Por poner un ejemplo, Veracruz, que recibió extranjeros de varias partes del mundo, se convirtió en foco de preocupación por parte del clero y de las autoridades virreinales por sus "innovaciones" en los sones y en las coplas, que se utilizaban en fiestas religiosas, pero cuya letra rozaba la blasfemia. Hubo censura. Y no sólo por las letras sino porque, en medio de la conmemoración religiosa, se daba pie a la embriaguez y el baile.

La fiesta, construida sobre capas culturales, conserva en latencia elementos previos, pero no sólo culturales e históricos sino quizá también instintivos, quizá prehistóricos, de la parte irracional. El sexo, la carne, la violencia están arraigados milenariamente en la fiesta. El poder intenta cabalgar en ella, pero el equilibrio nunca ha dejado de ser tenso.

El Grito como continuidad y ruptura

El 13 de agosto, día de fiesta en la Nueva España, fue abandonado, por supuesto, cuando triunfó el empeño independentista. Ahí inició otro régimen, otra configuración social, que es muy reciente. Es el México que vivimos. Y su fiesta cívica principal se celebra la noche de 15 de septiembre.

Si el 13 de agosto en la Colonia se tomó como momento fundacional a rememorar de manera colectiva por ser el día de la caída de la capital del imperio mexica, en la nueva liturgia el 15 y el 16 de septiembre son tomados como momentos fundacionales porque fue durante la madrugada del 16 de septiembre en que el cura Miguel Hidalgo llamó a la rebelión. El acto anual entonces es una repetición festiva de ese acto. Es una mímesis de un episodio que se considera situado en el origen de la configuración social vigente.

La fiesta de la noche del 15 de septiembre y la madrugada del 16, que incluye, por supuesto, una serie de excesos hasta cierto punto tolerados, da pie al desfile militar, en el que el aparato de Estado y de gobierno manifiesta su autoridad, expresa su poder y ofrece un mensaje de orden y estabilidad, con el apoyo de la milicia.

Lo histórico y lo mítico comienzan a mezclarse. Los personajes de la historia se convierten en héroes. Sus actos se entienden como gestas, que se rememoran en el formato del rito. Y los símbolos asociados son investidos de una cierta sacralidad secular. El Estado toma de la religión elementos y esquemas para dar forma a su hegemonía política.

Se forja así la “identidad nacional” por la que millones de personas se sienten parte de una entidad llamada “México”, que no sólo los reúne y los compromete, sino que también los define, como que lo que son, más allá de las diferencias. Es un mecanismo de control que anida en lo más íntimo, cala en la “esencia” de lo que cada uno cree que es. Son los resortes del nacionalismo y el patriotismo.

La fiesta del Grito es tan importante que los políticos y los partidos se la disputan. El que tiene el poder es el que controla la fiesta. Varias expresiones de oposición, tanto partidistas como no partidistas, suelen organizar sus propios "Gritos" alternativos. A final de cuentas, el que grita desde el balcón se convierte, por unos instantes, en el cura Hidalgo, el Padre de la Patria.

Se está, pues, dentro de una esfera, una construcción histórica llamada México, con sus ritos y sus fiestas. Hay una identidad colectiva que bebe de los símbolos, los colores y también las festividades. Es un artificio modelado y diseñado según objetivos políticos, que ha sido asumido, aceptado e interiorizado como propio, incluso lo más propio, por parte de la población. Y, por tanto, da sustento al régimen que ejerce el poder sobre esa población.

Se trata del gran mito del Estado, la nación y la patria.

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