La divinización del poder

La división entre la política y la religión ha sido difusa y su separación, al menos en teoría, ha sido reciente. Relacionar a los gobernantes con los dioses, o incluso considerarlos a ellos mismos como deidades, ha sido una forma hasta cierto punto común de justificar su mandato y su gobierno.

Una historia del poder divino

En Egipto, los faraones tenían el atributo de la divinidad desde su coronación. Eran dioses vivientes, encarnaciones de Horus, cuya misión era preservar el orden del cosmos ( Ma'at), en una labor mediadora entre dioses y hombres. Cuando Alejandro Magno conquistó Egipto, visitó el Oráculo de Siwa, donde los sacerdotes lo identificaron como hijo del dios Amón, que para los griegos era el correlato de Zeus. Divinizado de esta forma, el monarca macedonio intentó adoptar las costumbres egipcias, incluyendo la postración de sus súbditos, algo que no pocos rechazaron.

En China, sobre todo a partir de la dinastía Zhou (1046 a. C.), los emperadores fueron considerados no propiamente dioses, pero sí enviados, mensajeros o intermediarios. Eran los “Hijos del Cielo”, que ejercían el “Mandato del Cielo”, una orden directa de las deidades. Los emperadores, además de gobernantes, eran los sacerdotes supremos de los ritos más importantes.

En Persia, durante la dinastía aqueménida (550 – 330 a. C.), el rey era llamado “Shahansha” (Rey de reyes), no un dios, pero sí el representante terrenal del dios Ahura Mazda, el principal del zoroastrismo. Igual que en el caso egipcio, el rey persa tenía la encomienda de mantener el asha, es decir, el orden y la justicia.

Siguiendo la línea abierta por Alejandro, varios gobernantes y emperadores romanos fueron divinizados, si bien la tendencia predominante fue que esto se diera después de su muerte, no en vida. Augusto, el primer emperador, deificó a su padre adoptivo Julio César y de esta manera se legitimó como el hijo de un dios. Fue la primera apoteosis, la elevación de un mortal a la categoría de los dioses. Este culto a los emperadores se convirtió en un ritual de Estado que debía observarse en todos los rincones del Imperio, sin eliminar los cultos de cada lugar y pueblo.

Consolidada la Iglesia católica en Europa, se convirtió en la instancia legitimadora del poder durante siglos o milenios. Los reyes no lo eran tanto por una cuestión de filiación o por una conquista política, sino por la voluntad divina, interpretada por los ministros de la Iglesia. Ya desde el siglo V, el papa Gelasio I dio forma a lo que se conoce como “teoría de las dos espadas”: una, la espiritual, en poder de la Iglesia, y la otra, la terrenal o temporal, en manos de los reyes, preservadores de la paz y la justicia secular. La coronación misma se convirtió en un sacramento. El monarca debía ser ungido con crisma, en un símbolo de imposición de la gracia divina.

Los ecos en la modernidad

La Edad Moderna, uno de cuyos procesos principales fue la secularización del ámbito público y político, sin embargo, conservó de múltiples formas esta relación entre el ámbito sagrado y el laico o secular. La separación de la Iglesia y el Estado, que en México fue lograda en el siglo XIX, no ha sido tan profunda ni tan clara en otros países occidentales. Así, por ejemplo, en el Reino Unido, el monarca, como jefe de Estado, es también la cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Y en Estados Unidos sigue siendo una costumbre que los presidentes juren con una mano en una Biblia.

Pero, más allá de los símbolos más o menos obvios, podemos interpretar algunos procesos de los Estados modernos como ecos de aquellos procesos de apoteosis y divinización. Un ejemplo es el de los “héroes nacionales”, que reciben una suerte de culto público, con ritos bien establecidos. En México, por mencionar un caso, el cura Hidalgo, el “Padre de la Patria”, es parte de una especie de santoral estatal y es el protagonista del rito público más importante, el llamado “Grito de Independencia”, una recreación teatralizada del llamado a las armas que, según los historiadores, hizo el sacerdote la noche del 15 de septiembre de 1810. La fecha, consagrada como parte de una liturgia política, reúne en todas las plazas públicas del país a los gobernantes con el pueblo, en un acto no sólo de fiesta sino también de renovación y reafirmación de los vínculos de poder.

La Bandera, el Himno, los héroes nacionales, son todos elementos con una cierta sacralidad, que legitiman al Estado y unifican a la población, le otorgan identidad y, dicho sea de paso, la controlan, por medio del nacionalismo que transmiten. Los gobernantes se llenan de esos símbolos, como representantes de la Patria y la Nación en su conjunto. Es un campo de mitos, con una fuerza considerable, que no se entendería sólo desde lo político o lo civil, sin ese componente religioso, no ligado ya a una Iglesia o a una religión en concreto.

La política en el siglo XX nos dio ejemplos extremos de la sacralización de ideologías, partidos y aparatos de Estado. Los totalitarismos representaron una novedad de grado, no de género, de tendencias que, como hemos intentado mostrar, están en la raíz misma de los estados nacionales.

El fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania y el estalinismo en la Unión Soviética, con sus diferencias, desarrollaron cultos a la personalidad de sus líderes. La imagen de Mussolini, Hitler y Stalin se reprodujo por todos los medios, de forma masiva, y a los tres se les atribuyeron cualidades sobrehumanas de trabajo, inteligencia, valentía, visión, combate, justicia y redención. La ideología de sus partidos políticos se convirtió en la única aceptada y se impuso como una doctrina en la que no cabían las interpretaciones demasiado heterodoxas. La liturgia política multiplicó los actos de masas, en los que la comunión entre los líderes y el pueblo pudiera renovarse constantemente. En esta forma de apoteosis moderna de los ostentadores del poder político, su voluntad individual fue identificada como la voluntad de la mayoría o de la totalidad del cuerpo social. Y hubo persecución, encarcelamiento, tortura y eliminación de los que no se alinearan con esa voluntad.

Es reveladora la manera en la que varios gobernantes de Estados totalitarios o similares recibieron un culto no sólo en vida sino también después de su muerte. En la Unión Soviética, y seguramente a contracorriente de lo que el líder fallecido hubiera deseado, Lenin fue prácticamente deificado por Stalin, y su cuerpo continúa ahí, expuesto, en un mausoleo en las murallas del Kremlin. En analogía con Augusto, Stalin deificó a su antecesor para promover su propio culto. Otro tanto puede decirse de Mao Zedong, que tiene un mausoleo en Pekín, y de los líderes norcoreanos Kim Il-sung y Kim Jong-il, cuyos cuerpos descansan en el Palacio del Sol de Kumsusan.

Una tendencia poderosa

A pesar de las apariencias democráticas, que forman parte del sistema político y de la forma de gobierno de cada país, la configuración de los estados nacionales pareciera exigir, para legitimarse e imponerse, la consolidación de símbolos y dinámicas de corte u origen religioso. Los políticos se suelen presentar como infalibles o así se requiere que los retraten sus seguidores y propagandistas. Llenos de cualidades, a veces con el perfil de mártires o de mujeres y hombres de recio carácter, honestos, intachables, impolutos, luchadores, inteligentes, justos.

La política del siglo XXI, con las tecnologías de la información y la comunicación en auge, la inteligencia artificial, las redes sociales, los teléfonos móviles y la conexión de banda ancha, sigue entendiéndose en términos sacros y también maniqueos. Surgen ideologías y discursos que todo el tiempo canonizan a unos y demonizan a otros, santifican a los aliados y condenan a los adversarios, en términos de una lucha del bien contra el mal. Y los que podrían ellos mismos considerarse “críticos” y seculares caen una y otra vez también en esas inercias, por las que se ven impedidos de cuestionar el bando que han elegido, como si fuese un tabú, y de atacar fanáticamente a los que, desde el bando contrario, osan hacer señalamientos contra el partido, el gobierno o el político deificados.

En pleno 2025, pareciera que seguimos sin ser capaces de entender la política en términos menos titánicos, menos patriotas, menos estatistas, menos intensos, sin héroes, sin odiseas, sin sacrificios y martirios, sin un esquema binario, sin santos, sin demonios, sin cultos, sin ritos, sin tabúes, sin anatemas, sin condenas, sin canonizaciones, sin apoteosis y, en una palabra, sin esos esquemas heredados de la religión.

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