El sacrilegio de Acteón
Nublado por el amor, Apolo raptó a la ninfa Cirene y la preñó. Nació entonces Aristeo, que fue llevado por Hermes ante las Horas para obtener la inmortalidad. Desposado con Autónoe, tuvo como hijo a Acteón, que fue puesto bajo la tutela del centauro Quirón.
Nieto, pues, de Apolo, e hijo de un semidiós inmortalizado, Acteón se hizo experto con el arco y se convirtió en un magnífico cazador. Había aprendido del mejor, el maestro de Aquiles, Teseo, Jasón y Asclepio. El más justo y sabio de los centauros había puesto en él su mayor empeño.
Hay versiones de su caída. Todas tienen que ver con la terrible Artemis, su tía abuela, hermana gemela de Apolo. Según alguna versión, se jactó de ser mejor cazador que ella. Según otra, su falta se limitó a verla desnuda, mientras la diosa se bañaba con sus ninfas.
Sea como fuere, el castigo fue el mismo. Se le consideró un sacrílego y fue descuartizado por sus propios perros de caza, que, por encanto divino, no lo reconocieron y lo tomaron como una presa. La hýbris o el error de Acteón lo convirtió de cazador en una pieza de caza. Como con Ifigenia, Artemis lo habría convertido en ciervo, para que los canes le dieran muerte.
La desnudez de la diosa
Acteón fue despezado en el monte Citerón, lo que remite a otro mito, el del rey Penteo de Tebas que, castigado por Dioniso, se disfraza de mujer para ver a las bacantes desnudas. Es descubierto y también descuartizado en el mismo lugar, como si fuera el macho cabrío de los ritos de Dioniso.
Ver a una diosa desnuda sin que ella lo deseara debía terminar con la muerte o algo similar. Se trata de una trasgresión de los límites entre lo divino y lo humano. Tiresias, siendo muy joven, vio a Atenea, quien, en lugar de acabar con su vida, lo cegó y, compadecida, terminó por convertirlo en el mayor adivino de Grecia.
La desnudez de una diosa remite a lo más puro y primordial. Sin el traje o los ropajes con los que se presenta ante los mortales, la diosa está en su forma original, que el ojo de un hombre no está preparado para presenciar. Es la violación de un tabú, el acceso ilegítimo a un misterio, la entrada a una gruta prohibida, la contemplación de una belleza insoportable y pavorosa.
Según Ovidio, Acteón quedó paralizado completamente al ver a Artemis. No pudo escapar, no pudo cerrar los ojos o apartar la mirada. Estupefacto, tuvo ante sí a la diosa en plenitud. Sin el arco a la mano, Artemis le arrojó agua a los ojos, lo salpicó, para evitar ser vista. El líquido mismo lo transformó en ciervo, pero con su mente de humano. Así, fue perseguido y destrozado por los perros que lo amaban como su amo.
Posteriormente se añadió el pasaje de que, luego de haberlo matado, los perros no encontraban paz al buscarlo. Para calmarlos, Quirón edificó una estatua de Acteón, tan parecida a él que los perros encontraron sosiego a sus pies.
La mirada prohibida
El mito de Acteón y la diosa desnuda es un ejemplo de un tabú más amplio, el de la mirada prohibida. El que ve en alguna manera conoce, entra, traspasa un límite. La mitología griega nos habla de Medusa, la Gorgona que, siendo tan horrible, no podía ser mirada a los ojos sin quedar petrificado al instante. También se nos cuenta sobre Orfeo que, al mirar atrás para comprobar que su amada Eurídice aún lo seguía desde los infiernos, la pierde.
En la Biblia hebrea tenemos el relato de la esposa de Lot, que rompe el pacto con Dios y voltea a ver la destrucción de Sodoma y Gomorra, por lo que queda convertida en una estatua de sal. En Éxodo 33:20, Yahvé le advierte a Moisés que nadie puede verlo: “No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá”. El contenido del Arca de la Alianza, que contenía las Tablas de la Ley y resguardada en el Sanctasanctórum del Tabernáculo, primero, y en el Templo de Salomón, después, no podía ser visto por nadie, excepto por el Sumo Sacerdote, una vez al año, durante el Yom Kippur.
Los emperadores chinos, como Hijos del Cielo, no podían ser mirados. Cuando salían de la Ciudad Prohibida, las calles y los espacios públicos eran despejados. Y cuando algún funcionario o noble los visitaban, debían permanecer postrados, con la frente en el piso. Por ningún motivo podían mirar al rostro al emperador.
En Japón, hasta la actualidad, nadie, ni el propio emperador o los primeros ministros, pueden ver los Tesoros Imperiales. Nunca han sido exhibidos públicamente, están resguardados en cofres dentro de santuarios, en ubicaciones secretas. Se cree que se trata de un espejo, una espada y una joya. Sólo algunos sacerdotes tienen acceso a ellos. Cuando se realizan las ceremonias de entronización de los emperadores, se utilizan réplicas.
En nuestra época de imágenes y pantallas, pareciera que todo está a la vista, que lo sagrado y lo prohibido no tienen lugar y que el tabú de la mirada prohibida no se cumple y no tiene mayor significado. Pero podríamos preguntarnos si precisamente la ingente cantidad de materiales audiovisuales que nos inunda la mirada no sirve como velo y la realidad misma es aquello que se nos ha vuelto inaccesible, por no hablar de nosotros mismos.
Quizá para mirar haga falta dejar de mirar.
Bibliografía
Harrauer, C. y Hunger, H. (2008). Diccionario de mitología griega y romana. Edición española de Francisco Fernández y Antoni Martínez. Traducción de José Molina. Barcelona: Herder
Ovidio (2008). Metamorfosis. Traducción, introducción y notas de José Carlos Fernández Corte y Josefa Canto Llorca. Madrid: Gredos